Al entregarle a la
empleada de correos el paquete,
remendado de precinto y
con algún golpe,
lo miró igual que a los
cientos de paquetes que se cruzan con ella al cabo del día,
igual que la gente
desconocida que la mira desde el otro lado del mostrador
como si no fueran reales.
En la báscula el peso eterno:
mil seiscientos tres
gramos empujando contra mi pecho y mi palabra,
mil seiscientos tres
gramos que silenciaban treinta y seis meses, sepultados como ese talco que se
escapa de las manos
cuando el gimnasta está a
punto de acometer un salto que lo llevará a las simas oscuras e imperfectas,
treinta y seis meses
respirando libélulas, salitre, golosinas envueltas en serrín usado,
lo conocía, lo había
probado,
es negro su interior,
y mendigo que alguien
escuche lo que hay dentro de la caja,
que se crucen los trayectos
de días y de ausencias,
sin más baraja que la ya
barajada,
tan confusa que no se distingue
en la oscuridad.
Llega la pregunta desde
muy lejos,
de más allá de los
fundamentos del corazón “¿en cuanto días quieres que llegue?”
¿cuánto cuesta la velocidad?
infinitos y diminutos
segmentos van tirando de la misma pregunta respuestas,
caen como confeti en esa
oficina de correos,
¿qué respuesta merezco?
¿a qué soledad me
adscribo?
No lo sé, llevo en ese
paquete mi corazón,
si lo agitaras mecerías mi
alma,
no sé qué prisa tiene el
silencio, los asientos vacios, los cigarros, los caminos de tierra, los azotes,
las bolsas de plástico,
señora, no lo sé, que
camine hacia su destino,
que llegue y no sea negra
piedra.
Me entrega un papel donde
justifica datos y coste,
no son sueños, ni primeras
palabras,
se cierra mi número en su
tiempo
y no lo volveré a ver.