“él era el único que parecía no tener miedo a los días
que arden para nada”
(Manuel Vilas)
Estuve a punto de gritarte
que no había esperanza,
no tuve valor,
y dejé que siguiera tal
como estaba.
Las cosas las mantiene un
equilibrio sordo que martillea las membranas,
un esfuerzo por evitar las
estampidas,
una lógica que nunca llega
a ser comprensible o proporcionar consuelo.
Tenemos tinieblas en la
luz más diáfana y perfecta,
pero la silenciamos para
que se confundan los deseos y se opaquen las despedidas,
compensen las culpas con los
consuelos
y se permita seguir en el
círculo,
obedeciendo y renunciando.
Es siempre el precipicio
lo que altera,
es siempre insolente
marcar una hora determinada,
el acierto es un lindero
de los otros muertos que se han dejado atrás.
Mejor sería estar callado,
- mirar como arrancas la
carne de los huesos,
te la comes y la escupes
triturada para que sepamos lo que sientes -
y acompañarte en la profundidad
de la respiración.
Cierro las cortinas,
es poco lo que sucede
¿quién sale a esperarte,
quién tiene la réplica
ahora?
que poco importa lo que se
deslice y se pierda.
Andan y germinan en los
caballones,
un lago reflejado en la
multitud de cielos,
es poco, muy poco,
pero urgente, muy urgente,
apartar del paisaje los clavos, los papeles podridos, las cáscaras,
tenemos que terminar de
acostumbrarnos a que no puedas hablar,
a que todo lo has dicho.